Al empezar la década de los setenta, en las postrimerías del franquismo, mientras la mayoría se conformaba con la libertad que proporcionaba el refugio en la vida privada y el resto se apuntaba a la oposición política al régimen de Franco, aportando bien su mentalidad reformista o bien su delirio militante, unos pocos descarriados entre los que me encontraba, inaptos para la vida política convencional, buscaban la libertad no en una nueva forma del Estado, sino en su abolición. Imbuidos de una emoción hasta cierto punto histórica, se interesaban en las huelgas obreras que entonces ocurrían con frecuencia, y veían en ellas el comienzo de una acción revolucionaria, la esencia de cuyo desarrollo debía ligarse con la memoria de las batallas históricas del proletariado, principalmente las de la guerra civil. Como alguien dijo, la historia era la historia de la lucha de clases y esta lucha era contemplada por gente como yo como el devenir de la libertad disolviendo las condiciones opresivas imperantes.
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