Hablamos de un impasse para caracterizar la situación
política contemporánea, la cual requiere una práctica perceptiva que nos
sitúe más allá de las representaciones utilizadas por la lengua de la
política, el ensayo, la filosofía o las ciencias sociales. Y una
sensibilidad que nos arrastre hacia ese tiempo en suspenso, en que todo
acto vacila, y donde sin embargo ocurre todo aquello que requiere ser
pensado de nuevo. Un presente que se revela entre la ironía del eterno
retorno de lo mismo y la preparación infinitesimal de una variación
histórica. El impasse es sobre todo una temporalidad ambigua, donde
aparentemente se han detenido las dinámicas de creación que desde
comienzos de los años noventa animaron un creciente antagonismo social
–cuyo alcance puede verificarse en la capacidad para destituir los
principales engranajes del neoliberalismo en buena parte del continente.
Decimos que la detención es aparente porque no es cierto que se haya
diluido de manera absoluta la perspectiva antagonista, ni mucho menos
que se encuentre paralizado el dinamismo colectivo. Por el contrario, en
el impasse coexisten elementos de contrapoder y de hegemonía
capitalista, según formas promiscuas difíciles de desentrañar. La
ambigüedad se convierte así en el rasgo decisivo de la época y se
manifiesta en una doble dimensión: como tiempo de crisis que no posee un
desenlace a la vista; como escenario donde se superponen lógicas
sociales heterogéneas, sin que ninguna imponga su reinado de manera
definitiva. El impasse describe un estado de ánimo histórico. Y nuestro
modo de situarnos en él es la inquietud.
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