La crisis es hoy el fantasma que recorre Europa. De los rescates
financieros de los años 2008 y 2009 a la crisis de la deuda pública de
los países de la Europa «periférica», una constante subyace a todas las
medidas: los intereses y los beneficios financieros van primero. Aunque
ello cueste el bienestar inmediato y futuro de poblaciones enteras.
Aunque esto implique el desmantelamiento de los sistemas de pensiones y
el retroceso de derechos sociales conquistados hace décadas. Aunque
tales políticas deslicen al conjunto de la economía por la senda
renqueante del estancamiento. La próxima década no nos ofrece más que
una nueva ronda de privatización de servicios y garantías sociales,
mayor retroceso de los salarios y una crisis social que todavía hoy sólo
conocemos en su fase embrionaria. Por eso la crisis no es sólo
económica, sino al mismo tiempo social y política. La actual coyuntura
desvela sin pudor alguno la incapacidad de la clase política realmente
existente para desplazar esta situación a nada que no sea plegarse a los
dictados de poderosos intereses económicos. En estas condiciones,
quizás sólo quede un único camino: dirigir la indignación, apostar por
una política construida desde abajo, perder el miedo impuesto por una
atmósfera mental infectada por la idea de la escasez y conquistar la
alegría de un mundo que todavía hoy, bajo la amenaza del inicio de una
larga decadencia, es más rico que cualquiera de sus precedentes.
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