En el año 1818, Joseph Jacotot,
revolucionario exiliado y lector de literatura francesa en la
Universidad de Lovaina, empezó a sembrar el pánico en la Europa sabia.
No contento con haber enseñado el francés a los estudiantes flamencos
sin darles ninguna lección, se puso a enseñar lo que él ignoraba y a
proclamar la palabra de orden de la emancipación intelectual: todos los
hombres tienen igual inteligencia. Se puede aprender solo, sin maestro
explicador, y un padre de familia pobre e ignorante puede hacerse
instructor de su hijo. La instrucción es como la libertad: no se da, se
toma.
La
distancia que el explicador pretende reducir es aquella de la que vive y
la que, por tanto, no cesa de reproducir al igual que hace tanto la
Escuela como la sociedad pedagogizada. La igualdad no es fin a
conseguir, sino punto de partida. Quien justifica su propia explicación
en nombre de la igualdad desde una situación desigualitaria la coloca de
hecho en un lugar inalcanzable. La igualdad nunca viene después, como
un resultado a alcanzar. Ella debe estar siempre delante. Instruir puede
significar dos cosas exactamente opuestas: confirmar una incapacidad en
el acto mismo que pretende reducirla o, a la inversa, forzar a una
capacidad, que se ignora o se niega, a reconocerse y a desarrollar todas
las consecuencias de este reconocimiento. El primer acto se llama
atontamiento, el segundo emancipación.
Es
una cuestión de filosofía: se trata de saber si el acto mismo de
recibir la palabra del maestro -la palabra del otro- es un testimonio de
igualdad o de desigualdad. Es una cuestión de política: se trata de
saber si un sistema de enseñanza tiene como presupuesto una desigualdad
para "reducir" o una igualdad para verificar.
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