Más allá de su riqueza en el análisis del pasaje de la modernidad a
la posmodernidad o de la transformación económico-política del
capitalismo tardío, hay en él dos ejes que vale la pena resaltar. En los
comienzos de la modernidad, sobre todo si se los hace coincidir con el
nacimiento del capitalismo, se produce un desgarramiento, una
desapropiación, que no deja indiferentes a las experiencias del tiempo y
del espacio. El capital aniquila espacios concretos por medio del
tiempo. Rota cada vez con la más celeridad para garantizar ganancias. El
espacio se hace abstracto y se presta a los cálculos, pero queda
exanguë de la vida que sólo podría venirle de una intencionalidad. Así,
el espacio, vuelto efímero por la rotación temporal, incuba una
dimensión de un sueño: intemporal, estético, eternalista, instalado en
el ser, que se empieza a contraponer a una ética del devenir.
La
cultura, parte de la vida histórica, y también categoría de la ciencia
social, se proyecta entonces como tradición y valores en armonía con
esas mismas condiciones socioeconómicas que admiten una conceptuación
donde se las aprecia como una totalidad. Es este el segundo aspecto a
señalar: Harvey no cae en la inconsistencia de postular una
posmodernidad y verla desde una metodología de la dispersión. La mirada
del geógrafo que el autor mantiene se adapta a una realidad que se hace
planetaria, que se globaliza en finanzas y comunicaciones en un proceso
total que no deja de seguir siendo, todavía, el del intento de combatir,
aun en la sutileza de la definición de realidades, una
hiper-acumulación que es el lugar de la crisis de las sociedades
capitalistas contemporáneas.
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